lunes, 25 de junio de 2007

La Región Sombría ( Rulfo, Colli, los murmullos y el silencio).



Por
Jesús Ademir Morales Rojas



-¿No me oyes?-pregunté en voz baja.
Y su voz me respondió:
-¿Dónde estás?
-Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente.¿No me ves?
Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra.
-No te veo.

Juan Rulfo, Pedro Paramo


“Entonces arribamos a los confines del Océano, de profunda corriente. Allí están el pueblo y la ciudad de los cimerios entre nieblas y nubes, sin que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos, ni cuando sube al cielo estrellado, ni cuando vuelve del cielo a la tierra, pues una noche perniciosa se extiende sobre los míseros mortales”

Homero, Odisea



Para aquilatar en su justa medida el valor de las alternativas de pensamiento estético-metafísico que permiten las reflexiones del filósofo italiano Giorgio Colli, es necesario bosquejar un preámbulo introductorio en donde se describa el campo, las vías y los problemas que la filosofía de la expresión permite transitar y resolver.

Así entonces, la triste epopeya de Juan Preciado en la novela Pedro Páramo del escritor jaliciense Juan Rulfo, permite ilustrar de idónea manera la situación del humano frente al enigma de su condición existencial, irresoluble y menesterosa.

Al país de los cimerios, esa región lejana ( y tan cercana a la vez), lejana y neblinosa, que colinda con el más allá , el hogar de los muertos, invocada por Homero, podemos identificarla en la Comala nuestra, purgatorio eterno de voces sin esperanza, que existe y nos engloba desde el manantial de la prosa de Juan Rulfo.

Comala, lugar inhóspito, infestado de secretos inconfesables y de culpas irredimibles, se configura aquí como el mundo que habitamos, mundo de simulacros incesantes y sociedades vacías, pululantes de individuos desdibujados, hormigueantes hileras de códigos de barras en vaivén continuo, carentes de sentido: ahogados, inmersos en un mar de advertencias caóticas de intrascendencia y banalidad extremas.

Hacia allá se dirige Juan Preciado, hacia allá se en encamina, al sendero-que-conduce-a–cualquier-parte-y-a-ninguna, pues es ahí justamente en donde se asienta esta Mictlán singular que es Comala, en donde los ecos de las almas en pena rebotan contra los muros enmohecidos y las veredas empedradas henchidas de polvo y de tierra calcinada, esos ecos mismos se mezclan con los ladridos de los perros del pueblo, heraldos bizarros del sinsentido, que deambulan desquiciados por laberínticos callejones de ausencia.

En su marcha Juan Preciado persigue respuestas o mejor dicho pugna con afán por formular la Gran Pregunta, la pregunta total que es la pregunta por la procedencia primera, la pregunta que engloba a todos los cuestionamientos particulares y que deja fuera de su contención a toda respuesta que no aspire a lo absoluto: lo que es lo mismo decir que la respuesta que Juan Preciado precisa es el silencio.

( y no es necesario que se lo digamos pues arruinaríamos la propia respuesta al enunciarla)

Mientras tanto, alucinado y perdido en un planeta de sol y de polvo, se encuentra ¿azarosamente? con el cáustico Caronte de este purgatorio inclemente, Abundio el arriero, Flegias redivivo de este fantasmal terruño, insertado en el corazón de la Media Luna. Abundio, hijo también de Pedro Paramo, conducirá a Juan Preciado hacia Comala, lugar de peregrinación inevitable para todos aquellos que buscan ir más allá de si mismos.

Comala es una red de espejismos verbales entrelazados en inextricables combinaciones.
Colli, antiguo peregrino de este misterioso ámbito lo ha entrevisto bien

"El curso de la abstracción se configura como un impulso irrefrenable y cósmico, que no afecta únicamente a la reflexión interior y mental, sino que forma los objetos a nuestro alrededor y nos forma a nosotros como objetos."

La suma y agrupamientos arracimados de todos los entes y de las conjunciones de tipo abstracto que configuran Comala es algo sin marcha atrás, capcioso nudo gordiano que pesa fatigoso, como una herencia funesta, que cae de lleno sobre la humanidad total en su discurrir incesante y la sofoca.


Dice Colli

"La red de la abstracción atrapa todo, constituye todo, obnibulando, debilitando, ofuscando, sin modo de librarse de ella. Estamos en el país de los cimerios , donde el sol no brilla , junto a la tierra de los muertos. Envueltos en las tinieblas, únicamente recordamos y creemos que un exangüe y mediado recuerdo sea vida.
Se llama real y existente a algo que en sí es apariencia; así es el hombre. Nosotros, últimos hombres, los más recientes, los más abstractos, ya ni siquiera existimos, somos fantasmas…"

De tal suerte Juan Preciado, un habitante de los últimos tiempos , tiempos de la muerte de Dios , tiempos postmetafísicos pletóricos de nihilismos extremos y de ironías pronunciadas, Preciado pues, conoce en las ruinas de Comala a estos espíritus descarnados, apariencias vociferantes que rememoran tiempos fenecidos, recuerdos eslabonados en cadenas expresivas ululantes y tétricas pero al mismo tiempo insuficientes y apocadas , pues la inmediatez de vida que pretenden sujetar se escabulle por cada poro de las piedras muertas que estructuran esta Dite infernal del México profundo.

“-Este pueblo esta lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas.
Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reir.
Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes.”


Juan Preciado se percata, al tratar con Eduviges Dyada y con Damiana Cisneros, ecos extraviados y murmurantes, que lo que es real en Comala es simplemente (complejamente) un efecto del lenguaje, una retícula de representaciones transformadas en expresiones por los motivos irresolutos de esas animas penitentes, vástagos innumerables del rencor vivo que es Pedro Páramo, puesto que todos esos murmullos, todo ese universo de


"Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas."


Esta construcción verbal no es más que una tentativa desesperada por asir otra “cosa” que no es real y a la cual todo lenguaje se remite.

Como Juan Preciado lo hace, lo que los habitantes de Comala necesitan, más que todo el silencio para calmar sus heridas plañideras es el silencio del todo como bálsamo para estas mismas.

Enloquecido por la soledad y las tinieblas, Juan Preciado huye por los callejones sombríos dándose de cabezazos contra las paredes herrumbrosas, propinándose topes contra su cárcel verbal en un frenético pero vano intento por traspasarla. Finalmente arriba al centro del laberinto donde conoce a los hermanos incestuosos Donis y su compañera, verdaderos Mictlantecuhtli y Mictlancihuatl , altivos príncipes de nuestro Hades particular, que transformarán la penosa tentativa de Juan Preciado por emular a Ulises, a Telémaco o a Eneas en un traumático rito de iniciación hacia lo impronunciable.

Mientras Juan Preciado se une a la mujer de lodo, cuando es absorbido por su consistencia fangosa, brindándose para él como un auténtico portal al inframundo, mientras se escucha al trasponer este umbral de existencia, como en los ensueños del David Lynch más inspirado, un sonido cavernoso de vientos profundisimos y sonoridades arquetípicas, una voz susurra al oído de Juan:

"El sentido del mundo tiene que residir fuera de él.
En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede.
La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo.(…)
Cómo sea el mundo es de todo punto indiferente para lo más alto. Dios no se manifiesta en el mundo.
El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico.
Respecto a una respuesta que no puede expresarse, tampoco cabe expresar la pregunta.
Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico.(…)
De lo que no se puede hablar hay que callar."
Wittgenstein


Cuando Juan Preciado, muerto del miedo calcinante que le congeló el cuerpo, es enterrado junto con los demás difuntos vociferantes, nos damos cuenta entonces que su propia historia, su irrisoria tentativa dantesca, no es más que una rememoración a la vez.

Triste ironía, las voces de Comala, al estructurar un mundo en sus coloquios ininterrumpidos no hacen más que aniquilarlo, transformarlo en instantes fugaces, lagrimas de replicante bajo la lluvia, que se pierden en recuerdos que nadie rememora.


Giorgio Colli acota aquí:

"Nuestra vida se reduce a un comentario de lo que se ha vivido, y esta vida, a su vez, ya comentaba lo vivido anteriormente.
El mismo presente es un recuerdo(…)
Lo que de vivo existe en el presente no es más que el reflorecer de una vida del pasado.
El flujo irreversible de la consciencia tiende absurdamente a exaltar este contorno, a sofocar incluso cualquier inmediatez aparente, a recluirse hacia el pasado.
Si la nostalgia del pasado no fuese un dato metafísico e inextinguible se tendería a un triunfo de la muerte."

Victoria de la muerte, muerte sin fin, y el viento como un Gerión enfurecido culebrea por las avenidas vacías de la Comala verbal agotada en su sentidos y significaciones posibles.

Vivir en el recuerdo, nostalgia de una inmediatez que se escapa entre las palabras.

No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria.

dice el Dante con su voz divina y a todo esto Colli aconseja:

“el punto de vista del conocimiento es éste: rechazar el presente como realidad, entender los pensamientos y los sentimientos, los objetos y las figuras del presente como disfraces que hay que desenmascarar. La vida profunda se alcanza desde el pozo del pasado y lo que más remoto está en el tiempo , más vivo es.”

Y así Juan Preciado, cuando reposa ya en las entrañas de Comala y se hace compañía con Dorotea susurrante, presencia fascinado como sus murmullos y los de los demás muertos, configuran un presente al que dan muerte a la vez que lo hacen expresivo.
Pero una de las almas monologantes que Juan percibe, la de Susana San Juan depositaria de los sueños y deseos más recónditos de Pedro Páramo , es un alma con un canto diferente al de las otras almas:

"Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea(…)
El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos ; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros.
Entonces me hundo en él entera.
Me entrego a él en su fuerte batir , en su suave poseer, sin dejar pedazo.
Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas."


Lo singular de este discurso, y Juan en su tumba fría y ardiente a un tiempo así lo aprecia, es que quien lo pronuncia- ¿quién lo pronuncia?- ni conoció el mar, ni conoció el amor verdadero y sin embargo en su red expresiva ella, Susana San Juan, parece rescatar fugazmente un resabio valioso de inmediatez , un breve atisbo por entre el velo rasgado de palabras entretejidas, palabras hiladas por los afanes de un arrebato que Platón bien ha descrito, con furor poético, en su diálogo Fedro, un arrebato conocido como manía poética que hace irrumpir un rayo de luz en la región sombría que habitamos todas las voces desesperadas, sedientas de un ayer que nunca aconteció, voces y discursos que construimos el mundo nuestro con angustiosos afanes.


Pues como dice el amargo diagnosticador Cioran:

"La vida se crea en el delirio y se deshace en el hastío."


Y además:

"Las cosas que tocamos y las que concebimos son tan improbables como nuestros sentidos y nuestra razón; sólo estamos seguros en nuestro universo verbal, manejable a placer e ineficaz.
El ser es mudo y el espíritu charlatán.
Eso se llama conocer."

Y la voz de Susana San Juan es distinta a las otras porque es la poética voz de la locura, es el susurro delirante de la poesía que realiza amores y enamora realidades: encantándolas les insufla sentidos infinitos: tesoro calidoscópico que con la luz se hace arcoiris y nunca es el mismo.


Juan Preciado recuerda entonces en su diálogo en la trampa lyncheana , en la casa de los hermanos incestuosos, en el centro del laberinto -tan enigmático y obsesionante como una habitación oculta con cortinas de terciopelo rojo y piso de contornos alucinantes- en aquella choza pues, con el techo roto en una abertura al cielo, Juan rememora ( sí, que más puede hacer ya) un comentario que hicieron acerca de él, Donis (¿Dioniso?)
y su hermana:

"No le hagas caso( dice Donis ). Estos sujetos se ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de esos."

Seguramente Juan Preciado no supo entrever, como nosotros aquí conjeturamos, que aquel adivino extraviado al que se referían los hermanos no era otro que el músico-adivino Orfeo, que viajó a Comala, a una Comala con otro nombre ( pues a fin de cuentas qué es un nombre) para rescatar infructuosamente a su esposa amada Eurídice con la ayuda única de su arte excelso.

Probablemente además Juan Preciado nunca se entere que aquellos dos hermanos que le abrieron las puertas del inframundo no eran sino Hades y Perséfone mismos, quienes solo se muestran flexibles ante una manifestación artística extraordinaria, que Juan no puede dar, pero que Orfeo sí: el tañido de su lira demoledor y paralizante al mismo tiempo.

Pero lo que sí comprende ahora Juan Preciado, ese Juan Preciado que somos todos, todos los hijos de un Dios fallecido, gigante varado en una playa desierta, es que la voz de Susana San Juan y el canto de Orfeo, la voz de la locura y el canto del arte, la música de lo místico ( silencio hecho poesía) es la vía única para poder escapar por un instante apenas, para fugarnos, por el breve rescate de una fugaz inmediatez, de las lóbregas regiones de la Comala que nos encarcela.

De este modo abandonamos aquí a Juan Preciado héroe triunfal del fracaso (pero admirable en cierto sentido) y lo dejamos sumido en sus monólogos repetidos hasta el infinito, hundiéndose entre las sombras y permitiendo ahora que se perciba la voz de Giorgio Colli que, incluso él distinguido habitante del inframundo de Comala, sostiene aquí desde su morada eterna amables coloquios con Schopenhauer, Cioran, Maurice Blanchot y Wittgenstein.

"La filosofía y el arte son técnicas del éxtasis, éste es un conocimiento no condicionado por la individuación.
(…)
Algo exterior a nosotros nos libera de nosotros mismos.
Y puesto que nuestra individuación no es más que un nexo de conocimientos, y lo que emerge, por encima de la individuación, sigue siendo conocimiento, aunque un conocimiento diverso, he ahí entonces que, arrancado el velo de la persona, aparece la ocasión del éxtasis, el conocimiento que está en el origen, el instante, el primer recuerdo de lo que ya no es conocimiento."

Parece que sólo la poesía, la filosofía y el arte en general, pueden auxiliarnos a encontrar un agujero en las paredes de la Comala verbal para atisbar más allá.
Y entonces escuchar las

"... palabras sustanciosas,
auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio
(...)
sino palabras simples,
de arroyo,
de raíces,
que en vez de separarnos
nos acerquen un poco;
o mejor todavía
guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea..."

Oliverio Girondo


Y ahora el silencio.




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Imagen de obra de Kay sage tomada de: http://artscenecal.com/ArtistsFiles/SageK/SageKaJPGs/KaSage1D.jpg

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